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El orgullo de ser un peleador

Publicado: 2011-08-12

"THE FIGHTER" (2010) / David O. RUSSELL (U.S.A.) 

escribe: Rogelio Llanos Q.

Dicky Ecklund (Christian Bale) fue un boxeador que tuvo su momento de gloria cuando derribó con un golpe controversial a Sugar Ray Leonard. El éxito, sin embargo, no duró mucho. Las drogas, el alcohol, las malas juntas, hicieron de él un personaje caricaturesco, sin posibilidad alguna de tentar siquiera el título mundial de los peso welter. Si la televisión lo busca luego es sólo para mostrar su miseria, su decadencia física y moral, su descenso al infierno del ‘crack’. Pero, cuando Dicky alcanza un estado de lucidez, nos muestra que aún tiene una ilusión, aún quiere brillar, todavía piensa en tocar alguna vez el cielo. Por algo le llaman ‘El Orgullo de Lowell’, aún cuando propios y extraños ya casi han dejado de creer en él y el apelativo ha adquirido, más bien, un sesgo irónico y burlón. Lo que Dicky anhela cuando piensa en el éxito es preparar a su hermano Micky (Mark Wahlberg) para que pueda ocupar ese sitial de honor en el mundo boxístico al que él no llegó o no quiso llegar. En el proyecto, se ha embarcado no sólo la madre (Melissa Leo) y la familia numerosa que los rodea y alienta, sino también el pueblo mismo que, a través de los logros de uno de sus hijos, ansía tener un lugar especial en el mapa de una Norteamérica capaz todavía de proyectar la imagen de fábrica de sueños e ilusiones. 

Esta es una de las líneas argumentales mayores por donde camina El Peleador, film dirigido por David O. Russell. Que el film se base en una historia real, no le agrega ni le quita valor. En cambio, que el director haya conducido esta línea argumental hacia un entramado de situaciones complejas derivadas de las conflictivas relaciones familiares y de la bien conocida tradición de películas de boxeo (en donde se encuentran bodrios como El Campeón u obras maestras como Toro Salvaje), es un rasgo de audacia que habla a su favor y que nos obliga a estar atentos con su obra futura, luego de esta suerte de ordalía, de la que ha salido fortalecido. Russell no ha escatimado esfuerzo alguno en su película, y se las ha jugado por entero, empezando con el trabajo de los actores. Tanto Christian Bale como Mark Wahlberg están formidables. El primero, nervioso, impulsivo, hablador, expansivo; el segundo, por el contrario, sereno, callado, introvertido. Ambos, sin embargo, poseen algunas esferas comunes: comparten respeto y aprecio por sus raíces irlandesas (el grupo es unido, pero excluyente: se refieren a los negros o los judíos, con cierto aire de desdén); por el concepto de familia, sinónimo de orden y protección (todos están pendientes del futuro profesional y afectivo del hermano); por la idea del éxito como manera de lograr el reconocimiento local (el apelativo de Dicky o su voz de aliento, con esas notas de urgencia, en el momento decisivo final, algo así como hazlo por mí, por ti, por todos los que esperamos salir del anonimato de un pueblo olvidado).

 Ciertamente, la carrera de Christian Bale no permitía atisbar las alturas a las que podía llegar. El Peleador fue su oportunidad y no la desaprovechó. Su transformación física, sin llegar al tour de force de Robert de Niro en Toro Salvaje (que subió de peso hasta la deformación facial), es impactante; pero, lo es más su comportamiento gestual y ese andar por la calle en el que se entremezcla el descuido, la firmeza, la vacilación. En el caso de Mark Wahlberg, ha combinado la actuación (papeles principalmente dramáticos), con la producción para la televisión, y ha trabajado en una ocasión bajo las órdenes de Martin Scorsese en Los Infiltrados.  Bajo la dirección de David O. Russell, Wahlberg logra componer un personaje sólido que siendo el centro del conflicto familiar y, más allá de las presiones profesionales y afectivas a las que está sometido, intenta ser fiel a esos principios con los que ha crecido y alimentado a lo largo de su vida. Por su parte Russell, ha estructurado su película mediante una sucesión de secuencias que dan cuenta de la vida cotidiana de los personajes en Lowell, cotidianeidad que se rompe para mostrar de manera breve las peleas de box que tiene a Micky como protagonista. Estas secuencias tienen un ritmo veloz o aparentan tenerlo. La urgencia con la que se suceden es obtenida gracias a una cámara en mano que sigue muchas veces de cerca a los protagonistas. Es una cámara inquisidora, que ausculta a los personajes y a sus situaciones hasta la impudicia. La cámara, encuentra, eso sí, la complicidad de los personajes-protagonistas. Todos ellos no tienen reparo alguno en ventilar públicamente sus conflictos tanto como mostrar los pequeños triunfos que jalonan o dan interés a su existencia. La casa, la calle o el gimnasio son los lugares donde se decide el futuro de las personas, de la familia o del pueblo mismo. Las imágenes adquieren mucha fuerza y convencen plenamente. Los personajes dicen su verdad, se exaltan, contradicen, agreden, se buscan, comprenden, se redimen.

 Precisamente, en El Peleador, otra de las líneas principales por las que transita hábilmente, es la de la redención, un tema tan caro a Scorsese (de quien se dice que estuvo a punto de dirigir esta cinta). Dicky, el drogadicto empedernido, toca el fondo del abismo. Por su culpa, Micky, el hermano querido, a quien él enseño a boxear es agredido por la policía y tiene ahora la mano rota, y el pequeño hijo es hoy  un potencial espectador de ese denigrante programa televisivo que lo tiene a él, Dicky, antaño candidato al título mundial de boxeo, como protagonista de un drama de decadencia y destrucción. Pero, no todo está perdido. Hay fuerza de voluntad y hay coraje. Hay la decisión de luchar. Hay el deseo de redimirse. Y, entonces, Dicky, se prepara en la prisión: corre, se ejercita, piensa, reflexiona, se indigna. La liberación lo encuentra con el ánimo al tope. En uno de los momentos decisivos del film, cuando Dicky, anhela retornar a su papel de entrenador del hermano, en vísperas de la pelea decisiva, observamos, una vez más cómo a través de la disposición de la cámara (ángulos de observación, planificación) y de los elementos dramáticos bien dosificados por un guión acertadísimo, Russel estructura su discurso cinematográfico:  la tensión de Micky y su violenta respuesta con los puños, la decepción de la madre que anhela recuperar el control de la carrera de su hijo, el desconcierto de las hermanas que preparan la bienvenida de El Orgullo de Lowell, el gesto de incredulidad de Dicky y su reacción de impotencia ante el rechazo del hermano, la mirada de desprecio de Charlene (Amy Adams, la novia de Micky) hacia el inoportuno hermano y el gesto de reproche hacia su hombre, los pequeños golpes del hijo de Dicky en el vestuario (imitando inocentemente la reacción iracunda de su padre), el gesto de escepticismo de los amigos ante las pretensiones de Dicky. La cámara se desplaza de unos a otros. La cámara se convierte en una ventana que se abre al espectador para que él perciba plena y eficazmente esta realidad significativa. El ritmo interno del film adquiere un brío inusitado. Es el triunfo también de un director talentoso cuya puesta en escena se revela rigurosa, precisa, virtuosa.

 Hemos descrito un pequeño momento del film para dar una idea de cómo procede el director a organizar su puesta en escena. Pero en El Peleador hay muchos momentos así. El director nos lleva del humor al drama, de la alegría a la tristeza, de la decepción a la esperanza. Pensemos sólo en aquel instante en el que Alice, la madre dominante de una familia tan numerosa como conflictiva, a la vista de un Dicky adicto y sin remedio, sube al carro desolada; de pronto, éste inicia el “I started a joke” de los Bee Gees, que los identifica, que les trae recuerdos. Vemos, entonces, cómo ella, dubitativa, temblorosa,  empieza también a cantar. Mira a su hijo, se anima. Ahora, cantan juntos. Intercambian miradas cómplices.  Sonríen, se comprenden, se quieren. No hay diálogo alguno. Es sólo la fuerza de una imagen y el poder evocador de una pequeña tonada. Un momento decididamente hermoso. Y sin duda, la complicidad de la cámara y el punto de vista del director es total. Al mismo tiempo, la cámara, ajustada a los rostros de los múltiples personajes y atento a su gestualidad y desplazamientos, participa de sus vicisitudes, de sus controversias, de sus caídas, como si se tratara de uno de ellos. Por eso, en los momentos culminantes, en que los personajes se enfrentan a su destino, unidos, sólidos, reconfortados por las heridas restañadas, la cámara,  contagiada de su vitalidad, registra con pasión la trayectoria de Dicky Ecklund y Micky Ward, marchando con paso seguro hacia su esquina del ring, para alcanzar la victoria tanto tiempo ambicionada, para hacer suyos los exultantes predios de la gloria.


Escrito por

Henry Flores

Estudió cursos de periodismo y fotografía en los centros culturales de la Universidad Católica y la Universidad Mayor de San Marcos en Lima (Perú). Como rock journalist ha colaborado para el diario EL COMERCIO en la sección \"SIC\", las revistas \"DEMO\" y \"A


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